Valeria viaja sentada en el 132, al fondo, contra la ventanilla. Mira a través del vidrio, sin ver nada realmente; sus ojos saltean imágenes, personas, locales. Está leyendo un libro viejo, de esos a los que ya se les despegan las hojas del lomo y tienen un color sepia, pero de a ratos mira distraídamente hacia afuera. Y mueve los pies con esos movimientos cortitos y repetitivos que hace la gente cuando se aburre o se impacienta.
Se ríe con algunos pasajes del libro, a carcajadas. Algunos la miran de soslayo, disimulando más o menos. Muchos, con los auriculares puestos, no la escucharon nunca.
Lee rápido, se nota por la velocidad con que mueve los ojos y con la que cambia de página. Tal vez esté llegando a alguna parte importante y crucial de la historia. Quién sabe.
Se la nota impaciente y ansiosa, está leyendo demasiado rápido. Tal vez se da cuenta, porque interrumpe la lectura.
Después abre la ventanilla, dándole la cara al viento que ingresa. Cierra los ojos, mientras el viento la despeina. Seguramente piensa sobre los personajes, lo que les sucede, cómo resolverán su problema. Sigue leyendo y riéndose, cada vez más fuerte.
Pero en un momento, algunas páginas más adelante, comienza a cambiar de expresión. Abre los ojos como platos, se acerca el libro a la cara, se enmudece, vuelve a la página anterior con violencia, como si no entendiera algo. De golpe, lo entiendo. Ella sigue hojeando esas páginas, mira, va y vuelve; no lo va a lograr. Me apeno, pero no hay nada que pueda hacer para ayudarla.
Llegó a la mitad del libro. Viejo, arruinado, ha pasado de mano en mano durante años. Es lógico que algo así pudiera pasarle.
Le faltan las dos hojas del medio.